La vida acontece sobre un holograma infinito de pasadizos aleatorios, suerte de plano tridimensional en el que las galerías aparecen y desaparecen por disolvencia. Algunas mentes perceptivas suelen hacer consciente esta proyección, por lo que su existencia transcurre o bien cruzando portales, o bien evitándolos.
Este proceder puede constatarse en aquellos individuos que se conducen a diario como por entre un laberinto, deteniéndose súbitamente en mitad de la nada antes de tomar una decisión. Este exceso aparente de prevención los libra de una que otra adversidad pero no constituye por sí mismo una garantía. Solo consigue probar que todos estamos siempre a un pequeño giro de la desgracia, o, como tiende a decirse, de “entrar en la estadística”.
¿Pero qué sucede, en el ámbito de lo narrativo, con quienes se salvan de estos giros decisivos? ¿Qué podría relatarse de aquellos en los que por no cernirse la fatalidad se cierne la más ordinaria intrascendencia? ¿Son sus diarios particulares tan insignificantes? ¿Sus vidas, acaso, no merecen ser contadas?
Carolina Álvarez (Maracaibo, 1961) parece ser de la opinión que sí. Si uno rebusca entre el repertorio de cuentos de su más reciente libro hallará la reivindicación de una galería de personajes cuyo drama resulta abominablemente cotidiano. Resultando apenas curiosas, estas infracciones a la rutina –estos “delitos mínimos”– implosionan la psiquis de sus protagonistas, circunscribiendo su onda expansiva a las lágrimas y el remordimiento.
Para narrar estas historias la escritora marabina ha tomado una perspectiva equidistante: tan cercana como para escuchar su monólogo interno, tan retirada como para no desorbitarlo. En lo que sí se afirma la narración de Álvarez es en la nitidez de sus imágenes, prominentes y sentenciosas.
Dividido en dos, la primera sección de ‘Algunos delitos mínimos’ (Monte Ávila Editores, 2022) personaliza estas desdichas al grado de intitularlas con los nombres de sus protagonistas. En condensadas descripciones y abreviados diálogos, los cuentos refieren la rememoración de un abuso que se creía superado (“Maigualida”), los sinsabores de una personalidad vacilante (“Héctor”), los efectos de un miedo recóndito que al final pasa factura (“Diego”), el desenfado de un sacerdote que se compromete solo consigo (“Patricio”), la indolente liberación de un ama de casa (“Lucía”), la evocación de una infancia rodeada de pequeños enigmas (“Tarcisia”), el repaso de una relación sentimental sin compromiso (“Rebeca”) y la revisión de una biografía ingrávida de existencia (“Humberto”).
La voz que narra toma indistintamente el género del personaje principal, lo que intenta allanar, quizá, la honestidad del alegato. El recurso, en cualquier caso, no parece gratuito y la autora se encarga de hacerlo obvio alternándolo en el ordenamiento de los textos de la segunda parte de la obra, pasajes que colman la temática afectivo-amorosa.
Compuesta por diez relatos en los que predomina el soliloquio introspectivo, los personajes de “A que los chinos”, “Ángela y la mosca”, “¿Recuerdas a Karel Kosík?”, “Después de la concentración” o “Ya no eres un muchacho”, por ejemplo, discurren desde uno de esos “pasadizos” mencionados al principio, estancos vitales donde hombres y mujeres recalan, creyéndolos necesarios en la ruta hacia la felicidad. Dotados de una gravedad que no tienen, suponen un falso dilema que ataja a unos y a otros y en cuya breve superficie se ahogan sin remedio. Es la naturaleza de una duda que agigantada mortifica, y que, una vez sobrevivida (aunque, por las mismas razones, no siempre sobrevivida), del lado acá de la pirueta, luce irrisoria.
Carolina Álvarez nos entrega en ‘Algunos delitos mínimos’ una empática defensa de la condición humana, cuya representación básica es el individuo común, que aún alejado de lo sublime no llega a ser necesariamente ridículo.
Prensa Carlos Cova/ÚN