La prosa de ficción no cesa de renovarse o transformarse; se adapta a las necesidades históricas y estéticas, pugna por forjar modos de innovación dentro o fuera de los cánones del realismo, el naturalismo o la fantasía; desea ser testimonio épico o interior; quiere experimentar o ensamblar técnicas narrativas, superponer planos; pero, a veces, quiere también librarse de la experimentación y vuelve al cauce de la narración en línea limpia de la claridad expresiva.
En Venezuela contamos con ambas tradiciones, siendo la más desarrollada la prosa verista. En este sentido, hoy tenemos numerosos narradores que han retornado a esta línea, en la cual podemos insertar la ópera prima novelística de Ennio Tucci, En primera. Es una obra significativa por varios motivos, pues se adapta a la voluntad testimonial del autor o, mejor dicho, a su propia voluntad autobiográfica, bien tamizada de elementos ficcionales y literarios. Justo dentro de estos límites sensibles, su autor nos presenta una obra fresca, plena de ternura, penetrada de un lenguaje límpido, cuya diafanidad se conjuga muy bien con su necesidad narrativa: cumplir un viaje con su madre desde la ciudad de Coro hasta la de Mérida, llevando en un pequeño auto objetos de mudanza.
Deben atravesar el protagonista (Leo) y su madre, a lo largo del viaje, una serie de obstáculos una vez que su pequeño automóvil ha sido parcialmente reparado. Leo recién se ha separado de su mujer e hijas, lo cual ha ocasionado la decisión de volver al hogar materno. Ese es el nudo dramático que subyace en la historia. Su autor bien sabe que debe dosificar sus tonos dramáticos, a fin de librarse de los patetismos y poder avanzar con holgura dentro del terreno de la ficción. De hecho, en los breves capítulos del libro, su autor está interesado, sobre todo, en narrar el periplo de ambos personajes por la carretera dentro del Vocho. Así le llama a su viejo Volkswagen, humanizado al punto de que el auto se convierte en un personaje de la narración con identidad propia, como si este fuese consciente de las situaciones que atraviesan los personajes.
En efecto, a medida que transcurre el viaje, el narrador-testigo va describiendo cada pequeño detalle, cada nueva señal —propicia o adversa— que se presenta. De este modo, el narrador, con un delicado lenguaje que humaniza todo cuanto toca, le imprime su sello a toda la novela y los sucesos pequeños van tomando peso específico en el discurso ficcional. El auto se convierte en emblema del movimiento, mientras la carretera constituye el enlace entre el movimiento vital y el trayecto que deben cumplir: una meta o destino que permitirá el acceso a una nueva realización humana, pues el personaje central viene padeciendo de los efectos de una ruptura matrimonial. La madre dentro del Vocho viene a ser eso: la protección, el punto referencial del afecto, la ternura o la verdad; mientras los objetos de la mudanza representan la posibilidad de refundar el hogar.
Los huecos en la carretera serían los obstáculos a sortear en el aprendizaje de la vida. El Vocho resulta dañado en varios tramos del páramo andino por un caucho espichado y por quedarse sin gasolina en la vía; además no hay electricidad. Esas serían las señales de los azares negativos, así como de la inutilidad o el esfuerzo humano por solucionar problemas inmediatos, rasgos que hacen ver la fragilidad humana, dentro de la cual entra también el futuro incierto de las pequeñas hijas. Solo queda el presente y la certeza de los afectos de la madre, sus pequeñas hijas y sus hermanos, que aguardan a Leo en Mérida, su ciudad natal.
El Vocho tiene dañada la caja de velocidades, de modo que solo puede ir en primera velocidad, y a 20 km máximo por hora. Aun así, no puede evitar los huecos en la carretera ni los cercos de seguridad (llamados en Venezuela «policías acostados»). De esta manera es como el Vocho se avería varias veces y el viaje se convierte en una verdadera odisea, en un trayecto riesgoso donde hay que vencer muchos obstáculos antes de conseguir los objetivos. Las reparaciones al Vocho serían las pruebas de resistencia frente al mundo, antes de alcanzar una vida plena.
El camino se tornaba interminable. El monte cubría ambos lados de la carretera y leíamos los letreros Caño Azul, Cayo Moro, Finca de la Bonita. Hasta que una garza blanca voló sobre nosotros, planeó desde un árbol y se internó en la llanura. Su vuelo nos atrapó, era una flecha blanca surcando el cielo, trazando una línea curva en el vacío, y nosotros atontados viendo aquel acontecimiento sencillo pero hermoso. Entonces un estruendo y ruido de metales.
—Coño, otro hueco —dije.
—Era un policía acostado, hijo; yo pensé que lo habías visto.
(…)
El monte se había hecho dueño y señor de la carretera otra vez, avanzamos lentamente, pero muy atentos a lo que pudiera aparecer. De pronto, a lo lejos, un caucho amarillo adornaba la calle en sentido contrario. Al acercarnos, una casa de bloques grises apareció en un claro, rodeada de carros y un par de hombres que se movían de un lado a otro.
—Llegamos, aquí es —dijimos al tiempo.
—Ahora vamos a convencerlo de que nos preste las herramientas —dije.
—Tú puedes convencerlo, hijo. Si algo le cuentas de tu separación y la mudanza para que se apiade de nosotros.
Gabriel Jiménez Emán/Ciudad Caracas.