Mis papeles errantes: Entre Rómulo Gallegos y la Generación del 28, por Benito Yrady

Capítulo 10

SONIA GALLEGOS AROCHA: «Mi papá vivía para mi mamá, y ella para él».

Me encanta Sonia Gallegos. Conserva el extraordinario don de permanecer vivamente con sus recuerdos y transmitirlos desde los pasajes interiores con marcada habilidad. Las rejas altísimas, frente a las que vivió tantos tiempos de fantasías y angustias, ya no las tiene cerca. Las ha dejado atrás, muy atrás. Ahora está instalada en su apartamento independiente en Altamira, Caracas, que tiene vista hacia la famosa Plaza Francia y hacia el simbólico Obelisco, al que dio fama el urbanista Luis Roche en el año 1945. Seguramente conoció mucho antes la naturaleza del lugar y todos sus detalles, cuando era hacienda agrícola con las grandes quebradas afluentes del río Guaire. Muy cerca estaba la “Quinta Marisela” donde disfrutaría de su infancia, llena de sonrisas y escuchando el canto de los pájaros, junto a otros niños del grupo familiar que retozaban al lado de Rómulo Gallegos y de Teotiste. Por allí empezamos la conversación, un día de culto inmemorial a San Pedro y a San Pablo, el 29 de junio de 1983, antes de dar vueltas y más vueltas a los recuerdos de Ciudad de México, en plena Reforma, donde estaría el hotel Montejo y próximo al lugar, en la calle Toledo, aquel techo donde accedieron a un primer apartamento como nueva vivienda. Andrés Eloy Blanco, Arturo Briceño y su papá, serían inseparables compañeros de larguísimas tertulias en ese país donde se hablaba de todo un poco. De Ciudad de México a Cuernavaca y de Cuernavaca a Ciudad de México, hasta vivir en Las Lomas, Monte Blanco. Ahora sí en una casa, y de esta forma, de un sitio a otro, de un apartamento a otro, hasta el encuentro en Michoacán, con calles estrechas de la poblada Morelia y sus canteras color rosa. Guayangareo, sería el nombre indígena de aquel emplazamiento fundado en medio del gran valle, el valle de Guayangareo, entre lomas y colinas, donde se impulsó con fuerza la causa independentista de la justiciera nación mexicana. No podía Rómulo Gallegos estar en México sin dedicarle una novela a su gente. De allí nace esa obra póstuma “La brasa en el pico del cuervo” que, después de la muerte del Maestro, le correspondería a Sonia promover su edición bajo el título “Tierra bajo los pies”. Nunca el padre deseó publicarla y la ofrece a su hija para tomar alguna decisión final. Confesiones escritas que se entenderían luego como el significado de la revolución agraria en el tiempo de Emiliano Zapata. Ahora, al reavivar los recuerdos, el reloj nos dice que debemos ir a los detalles de la conversación, donde trataré de poner orden, mientras ella fuma de rato en rato. Su pelo negro luce muy corto y está brillante como siempre, pero no es la misma cabellera de antes, cuando la retrató bellísima Sebastián Garrido en Cumaná. Ella observa con lentitud confusa la realidad de la que habla, y yo me detengo a cada rato en la honestidad de su mirada.

Fotografía cortesía de Rafael Salvatore, en la casa de Sonia Gallegos, Altamira, Caracas, Venezuela

 

—Amiga Sonia, ¿Le han hecho antes algunas entrevistas sobre la vida de su padre, Rómulo Gallegos, que hayan sido publicadas?

—El año pasado nos hicieron una para la radio y otra para la televisión. Hace más o menos nueve años, también me entrevistaron junto a dos amigas mexicanas. A ellas como extranjeras que lo conocieron desde adolescentes, y a mí como la hija. Del resto algunas preguntas para el periódico cuando murió mi padre y cuando se enfermó por primera vez.

—Al maestro Rómulo Gallegos se le ha abordado siempre desde el punto de vista del intelectual, del político. Eso ha sido importante en su vida, pero en este caso mi interés se acentúa en la condición humana, ese mundo más sencillo que se traspone entre el intelectual y el político, y que es realmente lo que identifica al hombre en sus actitudes y hechos. Incluso, yo no sabía hasta ahora que ustedes fueran hijos adoptivos. ¿Son verdaderos sobrinos de él?

—Sobrinos-nietos de la esposa de él, porque mi madre murió muy joven y mi papá también. Estábamos muy pequeños. Yo vivía un tiempo con ellos, otro tiempo con el abuelo, que era hermano de Teotiste, hasta que definitivamente me fui con ellos y mi hermano también. Primero me adoptaron a mí, y después mi padre Rómulo dijo que eso era muy injusto, que los hermanos no podían vivir separados y él no estaba de acuerdo con eso. Decía que se adoptaba a los dos o no se adoptaba a ninguno, entonces nos adoptaron a los dos.

—¿Y cuando los adoptaron ya Rómulo Gallegos era Presidente?

—No, a mí me adoptaron en 1946 y a mi hermano un tiempo después, pero siempre vivimos con ellos. Recuerdo que desde los seis años.

—Vuelvo a lo mismo. ¿Ustedes en su infancia cómo llegaron a entender toda aquella situación de Gallegos como Presidente de la República de Venezuela?

—Yo creo que en aquella época a uno no lo educaban como para ser hijo de presidente alguno. Se trataba de otro país y ellos eran muy sencillos, entonces la vida de nosotros resultaría muy sencilla, muy llena de cosas simples. Los hijos del presidente iban al colegio a pie, entre las veredas de mangos, cruzando por las quebradas hasta que llegábamos a Chacao. Cuando llovía nos mandaban en un carro blindado. Fue el primer carro de ese tipo que supuestamente llegó aquí. Se lo regaló a mi padre un gringo, Mr. Williams Stevens, él le regaló ese carro a mi papá y era como un Cadillac blindado, parecía una carroza mortuoria, y a nosotros nos llamaba mucho la atención porque tenía un lujo especial en el asiento delantero, en los traseros y en los asienticos esos del medio, pero allí iba la jauría, allí no iba el presidente sino nosotros, nuestros primos y todo el que se quisiera montarse, porque Altamira era despoblado y los Palos Grandes también. Nosotros vivíamos como en una casa de campo. Al frente vivía una sobrina de mi mamá, al lado vivía otra sobrina, y todas ellas tenían hijos pequeños que formábamos parte de esa caravana. Era muy distinto a pesar de que había guardias y había edecanes. Quizás yo digo que era muy distinto porque lo veía muy sencillo y muy normal. Había una reunión y venía el Gabinete entero y uno se metía y echaba bromas, y llegaba Raúl Leoni y uno se colgaba de su cuello y le sacaba los chicles de los bolsillos del paltó, porque él tenía úlcera y no podía fumar. Era una vida muy sencilla.

—¿En qué parte de Altamira vivían ustedes?

—Todo el tiempo vivimos en Los Palos Grandes, en la 3ra. Transversal de Los Palos Grandes, que se recorre para llegar a Altamira. Era la única calle que había y la mandaron a asfaltar porque era de tierra. Claro, estaban las calles de los Palos Grandes y quizás estaban las de Altamira también, pero no había ese tránsito que hay ahora. Eran unas urbanizaciones muy tranquilas.

—Usted me contó hace rato una anécdota de aquel diciembre cuando llegaron los juguetes. Me gustaría que lo volviera a comentar.

—Sí. Aquel cuarto lleno de juguetes. Claro, ¡los hijos del Presidente! En aquellos tiempos, salían a regalar a los hijos del Presidente quienes querían, y allí estaban muchos otros a los que les encantaba adular, pero mis padres decidieron que a los hijos del Presidente les dieran solo uno de los juguetes. Los demás se repartieron entre todos nuestros primos, porque esta familia, por lo menos la de mi mamá era, y todavía lo son, gente que no tiene posibilidades económicas. Mi mamá decía que era injusto que nosotros tuviéramos y ellos no. Mi papá y ella llegaron al acuerdo de que se repartieran los juguetes entre todos, y quedaron muy conformes.

—Luego, contrario a la voluntad de las mayorías, ocurre el golpe de estado contra el Presidente Gallegos. ¿De qué forma percibieron ustedes como niños esa inesperada situación, y en qué condiciones se encontraban en un momento tan complicado?

—Aquello fue muy angustioso. Recuerdo que en el momento en que a él se lo llevaban preso para nosotros fue horrible, una impresión indeseable. Quizás los adultos no lo tomarían en cuenta, pero a nosotros, a mi hermano y a mí, y a nuestros primos que vivían frente a la casa, se nos quedó grabada aquella escena. Llegó un camión, un camión de estacas lleno de soldados. Todos los niños estábamos replegados hacia una escalera y venía mi padre con un militar al lado, junto a mi mamá. Nosotros corrimos hacia él con piedras en las manos para defenderlo, porque tal vez pensábamos que con eso íbamos a hacer algo, y en medio de la desesperación, de saber que se lo llevaban preso, me abracé a sus piernas, pero me arrancaron a la fuerza. Nunca se me olvida que tenía un traje color tabaco con rayitas beige, y desde ese momento no puedo recordar más de lo que pasó allí. Sobre eso tengo una laguna. Días después entendí que nos metieron en la casa de un sobrino de mi mamá que vivía más arriba, porque había tiroteos. Luego nos trajeron a la casa otra vez y estaba rodeada de soldados, y los soldados todas las noches mataban las gallinas, arrancaban las naranjas, se metían a la casa como si fuera su corralón, montaban los pies sobre un piano que había. Bueno, fueron situaciones muy desagradables hasta que llegó el 2 de diciembre. Creo que en la noche dijo mi mamá «Bueno hay que recoger todo porque ya nos vamos». Ese tiempo, desde el 24 de noviembre hasta el 2 de diciembre, estuvo preso mi papá. Yo fui a verlo con mi mamá y era como una especie de club donde nos encontramos los tres. Estaba en un cuarto que daba a un salón con piso de mármol blanco y negro, y al salir del cuarto, a la izquierda, se veía una mesa de billar. En ese cuarto había una cama como de hierro cubierta con una colcha tejida. Es como si hubiera tenido un sueño. A mi mamá y a mi papá los veo sentados en la cama conversando, y yo no sé dónde estaría, a lo mejor parada. A mi padre le preguntaron que quién quería que lo acompañara, y aparecen Gonzalo Barrios y dos amigos médicos que iban a verlo. Eran Humberto García Arocha e Isacc Pardo Soublette. Una sola vez yo fui. Después recuerdo que se esperaba ese aviso, y mientras tanto uno iba recogiendo todas las pertenencias en aquella casa, porque había que embalar los objetos sin saber qué destino seguiríamos. Una noche mamá dijo «Bueno, mañana sí nos vamos». Nos levantamos muy temprano, de madrugada. Era una época en la que hacía mucho frio en Caracas y recuerdo que abordamos un carro. Adelante iba mi papá. Atrás íbamos mi mamá, dos tías mías, mi hermano y yo, e iba un guardia con el chofer. Hacía mucho frio en esa carretera hacia La Guaira. Recuerdo que llegamos al que ahora es el viejo aeropuerto, que tenía pisos de mosaicos rojos y estaba lleno de catres verdes con soldados durmiendo en ropa interior. Por allí, en medio de esa cantidad de soldados durmiendo en interiores, nos pasaron y nos subieron al avión. Nadie fue a despedirnos, no permitieron que nadie se acercara a despedirnos. Yo no recuerdo si serían dos horas o más de tránsito en la carretera. Salimos a las dos de la mañana y llegaríamos como a las cinco o seis de la mañana. A partir de ese momento, dentro del avión, no recuerdo nada, quizás nos quedaríamos dormidos. Lo que me viene a la memoria es la llegada a Cuba y aquella cantidad de gente esperando a mi papá. Intelectuales, gente de gobierno, periodistas y un calor horrible. Mucho sol. Después un hotel muy bonito y una novedad para dos niños que no habían salido de una casa y de un jardín, y de una playa que era Naiguatá. De repente, vemos un mundo lleno de cosas distintas y participando en los honores que le hacían a mi papá. Para nosotros cambió la vida violentamente, además de ver a seres tan tristes porque ya no era lo mismo. Dos niños solitarios y cuatro adultos tristes. Había que dar declaraciones, había que atender al señor fulano, y eso era muy triste. Nos fuimos a una playa que estaba cerca de La Habana llamada Guanabo, y allí pasamos el 24 de diciembre en una casita de madera que seguramente alquilaron o nos prestaron. A mi papá le pusieron un chofer y nos llevó a ese lugar. La playa era rica, pero esa noche fue triste, oscura, lluviosa. Me acuerdo que mi mamá dijo «Bueno, se acabó el Niño Jesús». Nos dieron veinticinco centavos de dólar a cada uno y se acabó el Niño Jesús. Ya yo tenía diez años.

—Dentro de esa imagen que recuerda sobre la llegada de los soldados en el camión de estacas, ¿Cómo estaba el Maestro Gallegos en la casa? ¿Sereno, aceptando el mal?

—A él se lo llevaron preso de la casa. Llegó Raúl Castro, primo de Carlos Delgado Chalbaud, y mi mamá dice que a aquel hombre le temblaban las manos. Mi papá ya sabía. Él ya sabía que estaba consumado el golpe y se paseaba por el corredor en pantuflas, y a un soldado que estaba al frente le dijo «¡Baje su ametralladora que no hay necesidad de eso!».

—Cuando se lo llevan detenido, ¿Va al Palacio de Miraflores?

—No. Eso estaba en El Paraíso, en una colina. Era el Club de Oficiales o una cosa así. Yo no me acuerdo que era, pero estaba en la urbanización El Paraíso, y se subía hacia una colina, arriba, cerca de donde tenía asiento la Embajada Americana.

—Además de Teotiste y del Maestro Gallegos, y ustedes dos, ¿Cuáles otras personas salieron del país?

—Fueron dos primas hermanas de mi mamá, una se llamaba Rosa Macero Ellis y otra María Antonia Ellis.

Fotografía cortesía de Rafael Salvatore, en la casa de Sonia Gallegos, Altamira, Caracas, Venezuela

 

—¿Ese periodo de permanencia en La Habana fue corto?

—¡Si!, al comienzo fue corto. Nosotros llegamos en diciembre y el 3 de febrero, creo, salimos para Miami a la casa del gringo del carro blindado. En esa casa estuvimos más o menos hasta agosto. Quedaba en una isla de La Florida, cuando La Florida era una ciudad de jubilados y no del ta’ barato, como ahora. Una ciudad que tenía grandes hoteles, la vida era tranquila. Era una isla preciosa. En frente de esa casa donde nosotros llegamos vivía Diógenes Escalante, que iba a ser candidato a la Presidencia de la República cuando gobernaba Isaías Medina Angarita, pero Diógenes Escalante sufrió un problema cerebral. Estábamos nosotros, el sobrino de Gustavo Machado y el hermano de Gustavo Machado, Roberto Machado, quienes vivían allí. En esa isla estuvimos hasta agosto del año 1949. Después volvimos a Cuba y ya se empezaba a hablar de clandestinidad. Llegó Cástor Nieves Ríos, que era un mulato altísimo, bueno, yo creo que lo veía altísimo, uno cuando está pequeño todo lo ve grande. Llegó con un sombrero de Panamá y era muy llamativo. A él lo mata Pedro Estrada de un tiro. Le sacaron un ojo de un culatazo porque escupió a Pedro Estrada. Lo torturaron y después en el suelo lo remataron. Ese Cástor Nieves Ríos era de La Victoria, del estado Aragua. Un mulato que a mí me parecía muy llamativo en su tipo, muy atractivo. En una de esas entradas a Venezuela lo deben haber agarrado y lo mataron. Él y Rómulo Betancourt fueron a visitar a mi papá. En ese lugar mi padre intentó escribir. Recuerdo que leía algo sobre unas gemelas que se llamaban Renata y Reneta, porque el gringo que nos invitó, nos deja la casa por un tiempo. Ese gringo tenía una fistula abierta y lo atendía una enfermera. Un día ella dice que sale de descanso y mi papá a los diez minutos la ve y le pregunta «¿Usted no se fue?» y ella le responde, «Yo no soy la misma, soy la hermana gemela». Se llamaban Rita y Reta. Me imagino que hubo algo de esa impresión y lo escribió, pero después lo rompió. Mas tarde comienza su novela cubana. Él siempre con su proyecto de novelarlo todo. Después de Miami, volvimos a Cuba por espacio de dos meses para luego viajar a México, donde vivimos como en ochenta casas distintas, hasta que, nuevamente, retornamos a Cuba.

—¿Cómo fue la amistad con Raúl Roa, que en ese momento ya era un dirigente marxista?

—Empezó en el aeropuerto. Lo fueron a recibir todos esos intelectuales buena gente y se portaron muy bien con él, y con nosotros. Además, empezamos a vivir la experiencia de la fama, porque bueno, Rómulo Gallegos era muy admirado en Cuba. Rómulo Gallegos en Cuba iba al juego de beisbol entre el Almendariz y otro equipo, y entonces él lanzaba la primera pelota. Los estudiantes lo perseguían. A mi papá le gustaba caminar, yo lo acompañaba porque mi mamá tenía un problema en una rodilla y no lo podía hacer. Andábamos por todo el malecón de La Habana, y a medida que íbamos avanzando él firmaba y hacía dedicatorias a sus admiradoras. Recuerdo a una muchacha que estiró su pañuelo y dijo «Fírmeme aquí». Todos los estudiantes lo seguían. Claro, para nosotros era una novedad descubrir la fama de mi papá, sin llegar a tener conciencia de su grandeza. Para nosotros era mi papá y más nada. Después vamos a México. Allí estamos en Ciudad de México unos meses, pero a mi mamá le dio una pulmonía tremenda y nos fuimos a vivir al Estado de Morelos, en Cuernavaca, y nos quedamos algún tiempo hasta que ella se recuperó. Volvimos a Ciudad de México, y ya estabilizados, se alquiló una casa. Estábamos en el colegio y luego mi mamá se murió. Empezamos un peregrinaje por toda la Ciudad de México, en un apartamento, en otro apartamento, y no había como calmar esa gran soledad, ese sufrimiento que deja la muerte de un ser querido.

—En esa casa dónde estaban ¿fue donde ocurrió aquella historia del jardín de la cual me hablaría hace poco, al contarme las peripecias del Maestro Gallegos?

—Sí, fue en esa casa, un día común y corriente. A mi mamá le fascinaba un mercado, y cuando se metía en uno de ellos llegaba tardísimo, y entonces mi papá aprovechó. Ella siempre decía que, en ese jardín del frente, que sólo tenía grama, debían sembrarse rosas, violetas, flor de pensamientos y muchas otras. Entonces, cuando ella se fue supongo que mi padre ya había hablado con el jardinero con suficiente anticipación. Seguramente le dijo, «Vamos a aprovechar una salida de Teotiste». En México se dan las rosas bellísimas y recuerdo que eran rosadas y amarillas. Cuando mi mamá llegó, ya su jardín tenía flores y violetas y pensamientos, todo ya listo. Fue una cosa bellísima, siempre vivía de sorpresa en sorpresa para mi mamá. Él, por ejemplo, aunque no era jugador fanático, iba a las carreras de caballo y ganaba. Entonces compraba vasos, pañuelos, y a todo el mundo le hacía un regalito, repartía esa ganancia. Mi padre fue muy regalón con mi mamá, y después que ella murió era con nosotros o con quien estuviese viviendo. «Hoy me gané un derecho de autor, vamos a comer a un restaurante» o «Los llevo al teatro», o algo así. Siempre estaba inventado y no perdía su ánimo.

—Ahora vamos a lo siguiente. La obra escrita de Rómulo Gallegos es abundante, con traducción a muchos idiomas y de gran reconocimiento universal. ¿Cómo se ha resuelto el tema de la protección de sus derechos de autor?

—Quien está disfrutando los derechos de autor soy yo. No escribí nada, no hice ningún esfuerzo, pero mi papá todavía me mantiene. Claro, no son millones, porque en realidad hay editoriales a las que no les da la gana pagarlos, por ejemplo, Aguilar en España. Ellos no pueden pagar porque las divisas no pueden salir, pero ellos quieren seguir publicando. En Cuba se publica “Doña Barbara”, en Casa de las Américas. También presentaron “Doña Bárbara” por televisión. Los de Bulgaria le mandaron a decir que si quería podía ir para allá a gastar sus derechos de autor, y mi papá decía «Eso no me alcanza ni para el pasaje». En realidad, no es tan importante, lo importante es que tenga vigencia su obra y que se conozca en otros países.

—Había una relación muy romántica del Maestro con Teotiste, toda la gente con la que he conversado me habla de eso, ¿cómo la pudo percibir usted tiempo atrás, y cómo la percibe ahora?

—Ellos eran muy románticos, excesivamente románticos. Cuando vivíamos en México ya eran personas mayores, y a veces el matrimonio sigue siendo matrimonio, pero la gente como que se desentiende un poquito uno del otro. Yo nunca vi eso entre ellos. Recuerdo que para mi mamá su ópera preferida era Madame Butterfly, entonces los dos se sentaban a escucharla en un sofá agarraditos de la mano y allí pasaban largo rato.

Cuando mi papá fue a tomar posesión como Presidente de la República, mi mamá se puso un vestido con unas charreteras. «A las órdenes mi generala» le decía él. Eran muy tiernos. Las cartas de mi papá para mi mamá, en tiempos de novios, eran muy románticas. Por cierto, que en este momento les están haciendo un tratamiento de conservación en la Biblioteca Nacional, aquí en Caracas, y se ven las cartas con esas manitos agarradas, que era lo que se usaba.

Fotografía cortesía de Rafael Salvatore, en la casa de Sonia Gallegos, Altamira, Caracas, Venezuela

 

Mi papá contaba que él conoció a mi mamá, pero primero conoció a las dos hermanas. Eran tres hermanas, y cuando las vio se enamoró de las tres, entonces tenía esa disyuntiva, porque no sabía a cuál escoger, y escogió a mi mamá que era la más pequeña. Él iba a pie desde el centro de Caracas, por la esquina de Carmelitas, cerca de El Silencio, hasta la urbanización El Valle, a hacer la visita que era muy simple. Mientras esperaba que se la presentaran caminaba por la cuadra del frente, y después que se la presentaron caminaba por la acera de la casa de ella, donde se sentaba en la ventana a esperarlo. Ya me la imagino sentada en la ventana. Las mujeres entonces se echaban polvos de cáscara de huevo tostado en las mejillas, y se pintaban los labios con papel de seda, porque eran muy pobres. Ella era muy rosada y le decían cara de manzana. Se echaba el polvo de cáscara de huevo y lo del papelito. Hay una carta que mi papá le escribió a mi abuelita preguntando hasta cuándo lo va a hacer esperar, y diciéndole que hace un mes le escribió otra carta solicitando el permiso para visitarla, pero que todavía no se lo ha dado. A mi abuela se le ocurrió darle el permiso, pero antes, llegó el abuelo de mi mamá, que era médico, paró a mi papá y paró al novio de la otra hermana. Mi papá era grandote y el otro era muy chiquitico, y les dijo «Usted me gusta, pero usted no, porque es muy chiquito y hombre chiquito es malo».

Entre esas cartas existe una que le escribe en un carnaval y dice, «Hoy me he ido a la hacienda La Envida que queda en El Valle y he cruzado el caudaloso Guaire, donde sus aguas brincan de peñasco en peñasco, y como no quise que me bañaran, me fui a esa hacienda y una condenada vieja me echó un vaso de agua encima», pero después esa vieja lo recibió y le brindó guarapo, jugo de caña. Él describe todo eso. Es muy interesante. Hay otra en la que se describe como un novio que se aventura a las alturas de la montaña, dejando a su amada en El Valle. También hay una donde le dice que le va a contar como es su novia, como tiene el pelo tan lindo, los ojos grandes como estrellas, su piel como un durazno y así va describiendo a su novia y al final dice «Y esa eres tú». Son cartas bellísimas.

—Doña Teotiste muere a los pocos años de haberse ido a México. ¿Fue sorpresiva para ustedes esa muerte tan inmediata?

—Murió en 1950. Desde muy joven tenía diabetes y un problema en el pulmón, y quizás eso la fue debilitando. Ella se trataba con los médicos, pero era muy tremenda. Mi papá la vivía regañando y le ponía su insulina todos los días, claro no se conocían tratamientos como ahora, y la dieta era muy estricta. Yo creo que eso mismo la fue debilitando, así como la altura de Ciudad de México, y murió de repente. Después de pasar una semana enferma, mi papá pensó que era bueno llevarla a temperar a un pueblito llamado Cuautla, donde existían baños termales, pero cuando se montó en el carro puso su cartera y dijo «Tengo un dolor aquí». Bajó la cabeza y se quedó muerta, pero mi papá no lo creía. Se montó en el carro con un amigo nuestro y la llevaron a la clínica. Murió de repente. Fue un paro pulmonar. Mi papá gritaba «¡No, no está muerta doctor, no está muerta!». Luego la embalsamaron y así la tuvieron varios meses. Eso fue en septiembre y como en noviembre más o menos la enterramos.

—Quienes los conocieron muy de cerca han coincidido en que esa muerte marcó de una forma tremenda la vida de Gallegos, ¿también usted lo considera así?

—Sí, podía soportar todo, pero yo creo, como siempre lo dijo, «Fueron cuarenta años de contemplación». Mi papá vivía para mi mamá y ella para él. Ella sacrificó por él su bienestar, su casa, su intimidad, su familia. No solamente con este último exilio, sino con el primero que fue más duro todavía, porque salieron sin nada, sin un centavo. Trabajó en España vendiendo máquinas registradoras, pero qué iba a conocer mi papá de una máquina de esas si no sabía ni prender un yesquero, aunque de algo teníamos que vivir.

—Rómulo Gallegos era un símbolo muy importante de la literatura y lo continúa siendo cada vez más. Entiendo que lo último que escribió fue la novela de México. ¿Ya había muerto Doña Teotiste cuándo la empieza a escribir?

—Si, mi mamá había muerto. Él empezó la cubana cuando mi mamá estaba viva y la dedicatoria es para ella, ahora la mexicana la empieza en el Estado de Michoacán y es sobre la reforma agraria. En efecto, fue su última novela en su mejor estado de lucidez.

—¿Fue en Ciudad de México, en la capital del país, donde ella murió?

—Sí. Después que ella murió, en el año 1952, nosotros fuimos a vivir al Estado de Michoacán, que es donde establece amistad con el General Don Lázaro Cárdenas, quien se portó muy bien con nosotros. En el año 1954 nos fuimos por seis meses al Estado de Oklahoma.

Con anterioridad vivimos en Nueva York seis meses, en el año 1951, y de allí nos fuimos a Cuba. Luego Fulgencio Batista da el segundo golpe de estado y nos deja presos en el hotel. En aquel hotel estaban todos los exiliados, en el Hotel San Luis, situado en la Calle Belascoain en La Habana. En esta segunda vez, mientras vivíamos en ese hotel, mi padre terminó su novela cubana. Allí estuvimos un tiempo, y cuando ya nos íbamos para México fue el golpe de estado de Fulgencio Batista. Se llenó el hotel de soldados y no nos permitieron salir. Nos dejaron encerrados como dos o tres días, para luego llevarnos al aeropuerto, y fue cuando logramos seguir a México. Es en ese intermedio que mi mamá murió. Con ella estuvimos también en Guatemala cuando era Presidente Jacobo Árbenz, y en Costa Rica durante uno de los períodos presidenciales de José María Hipólito Figueres.

—Para ustedes eso fue un sorpresivo y prolongado cambio de vida. Dejó muchas huellas difíciles de borrar ¿no es verdad?

—Fue muy duro, porque ser huérfano es muy malo. De repente, quedar sin mama, no se entiende. A mi hermano Alexis lo mandaron interno por un año, y pasó mucho trabajo porque era el predilecto de mi mamá, y cuando ella murió eso para él fue terrible. Marcó su vida. Siempre hablan de las víctimas, del exilio de los hombres, o de las mujeres, pero nadie piensa en los niños, en el desarraigo que tienen de aquí y de allá, y de más allá, porque claro, yo sí quiero a Venezuela, ante todo, pero también quiero a México. ¿Dónde están mis amigos? Los amigos que hice en mi adolescencia están en México. Los amigos que conocí en mi infancia están aquí, en Venezuela, pero ya no hay esa compenetración que mantienen los muchachos a través de sus vidas. Reitero, se habla de las víctimas, de los mártires, ¿y los niños? Los niños que querían quedarse allá y buscar la nacionalidad mexicana y no se la quisieron dar, y si entraban a la Universidad se sentían muy raros. Es difícil.

—En medio de toda esa situación ¿Ustedes realmente pudieron estudiar en algún organismo público?

—Bueno, la verdad es que estudiamos muy mal, sobre todo yo. No soy analfabeta de casualidad, pero mi hermano si estuvo interno en un colegio y luego lo mandaron cuatro años a los Estados Unidos, con un profesor americano, Lowel Donald. Vivió cuatro años con él y estudió el bachillerato allá, pero después cuando iba a entrar en la Universidad mi papá se lo llevó. «¿Por qué te lo llevas?», le preguntaron, «Porque me va a dejar de querer», respondió. Claro, se iba a desarraigar del padre. Como decía mi papá, «En muy pocos años mis hijos perdieron tres madres». Ciertamente, perdimos a mi mamá verdadera, a una hermana de mi mamá y a mi mamá Teotiste. Entonces era claro lo que él decía, «Si perdieron tres madres ¿van a perder al único padre que les queda?» y entonces se llevó a Alexis, porque a él le hacía falta Alexis. Quizás la misma soledad lo obligó, porque si mi mamá hubiera vivido, nada de estas cosas pasarían.

—Vuelvo a la misma pregunta. ¿Qué pudo estudiar usted en aquella situación de desarraigo?

—Bueno, yo estuve estudiando un poquito en Nueva York, un poquito en Oklahoma y un poquito en México. Terminé sexto grado en México, cuando tenía diecisiete años, un sexto grado piratísimo. Lo terminé para no tener la vergüenza de decir que no tenía ni sexto grado, pero cuando llegué aquí y quise entrar al Liceo Andrés Bello, mi papá ya estaba así, como pegado a mí, y entonces me dijo, «Pero ¿tu piensa ir a la Universidad?, porque hacer el bachillerato no sirve de nada si uno no va a la Universidad». Una cantidad de pretextos. «Bueno, entonces voy a estudiar comercio», le dije. Estudié comercio, pero no me dejó trabajar por esa angustia de quedarse solo.  Dentro de la misma casa, yo estaba abajo y él en el piso de arriba, y mi papá me llamaba, «Sonia, Sonia», «¿Qué pasó papá?» «No, es para verte», «Bueno papá estoy ocupada», «Siéntate un poquito a hablar conmigo». Le leía el periódico, lo acostaba, lo atendía, le llevaba la comida, lo acompañaba a la hora de la comida cuando no podía bajar de su habitación. Estaba apegado a mí. Me metí a la Escuela de Artes Plásticas a estudiar cerámica y a las tres de la tarde me iba a buscar. Él quería pasear. Me metí a estudiar pintura de siete a nueve de la noche, y me iba a buscar diciéndome que una niña a las nueve de la noche no podía estar en la calle.

En México fue duro. Después que uno tiene una mamá hacendosa y llena de cualidades y de repente se queda solo, viendo cómo remienda sus propias medias, eso es horrible. Cocinar, lavar, planchar, y con un señor como mi papá, era ya difícil. Yo creo que después que murió mi mamá todo fue duro. Considero que para mí fue muy fuerte. Siempre se piensa que la ley de la vida es crecer al lado de su mamá y convertirse en adulto, pero por etapas. La etapa de niño donde se juega y de adolescente con ilusiones. Claro, yo no voy a decir que no tenía recursos, ¡no!, pero también tenía obligaciones muy precisas, muy difíciles de cumplir. No me arrepiento ni lo siento como un sacrificio. La verdad es que mi papá me dejó muchos recuerdos y cosas buenas, experiencias interesantes que no valoré cuando tenía doce años. A esa edad no tenía conciencia de lo que era él. Para mí era mi papá simplemente, como el papá de cualquier niño, pero si yo hubiese tenido conciencia de sentarme, como estamos nosotros en este momento, con un grabador, ¿cuántas cosas interesantes no hubiera podido contar de esta Caracas, de esta Venezuela y de los hombres que él conoció? De lo que pensaba en ese momento, porque hubiera sido más fácil contarme cosas que a otros no le contaba, pero debía cumplir otras actividades como ayudarlo, acompañarlo, leerle el periódico. Yo le cantaba imitando a Libertad Lamarque, boxeábamos, bueno, muchas cosas, arreglarle su cama, acostarlo. Era como mi bebé, ya últimamente era mi bebé. Lo acostaba y hasta que no se dormía no me iba. Yo lo sentaba en un banquito debajo de la regadera para que se bañara porque no veía bien. Había que tener mucho cuidado con él. Una vez salí a hacer un mercado, se levantó sin tocar el timbre y se cayó. Decía «No le digan nada a Sonia, que me va a regañar». Claro, el temor de que a uno se le caiga una persona vieja como papá, que se cayera un hombre que tenía una actividad como mi papá, y que encima ya no veía bien, ni podía leer ni escribir, y que tampoco pudiera caminar, era terrible. Todo el día pendiente de mi papá, porque era tremendísimo. Salía con el chofer, la enfermera y un guardia que le tenían, pero esos eran sus tres amigos que le tapareaban todo. Entonces el chofer le decía «Si usted camina una cuadra en el Parque del Este yo le brindo chicharrones, hallaquitas y cerveza en Petare». «Bueno, ya voy a caminar la cuadra». Después venia la enfermera «Yo, Don Rómulo, le brindo un perro caliente con una merengada tal día», venía el guardia, que se llamaba León, «Y yo le brindo tal cosa y a usted le toca el sábado que nos va a brindar pollo en brasas». Él respondía «¡Ah no, el sábado ustedes saben que yo no salgo!». Era la forma que encontraban para que caminara, porque tenía arteriosclerosis, pero se llevaba muy bien con esas tres personas. La enfermera era una negra grandísima como de dos metros. Siempre me llama. Su nombre es Rosa, pero no me acuerdo de su apellido. Salía los jueves y cuando eran las siete de la noche mi papá se ponía fúrico porque Rosa no llegaba. «Pero deja los celos que Rosa no tiene novio» le decía yo. Ella salía los jueves y los domingos, pero entonces el peleaba. «¿Con quién andaba usted?», le preguntaba. «Déjala tranquila, papá, que Rosa es una vieja». «¡Quién sabe con quién andaba!». Peleaba con León, el guardia, que era un negrito que quería mucho, y a quien por cierto le regaló después una casita en Baruta. Cada vez que mi papá lo llamaba y le echaba esos regaños grandísimos decía «Ay señorita, Don Rómulo está bien hoy», «¿Por qué León?», «Porque me echó un bollo buenísimo, me regañó». El chofer era español y apreciaba mucho a mi papá también. Se llamaba Guillermo Otero y era de Galicia. Él tuvo tres choferes, Guillermo, Aurelio y Jesús. Jesús se fue a España y Aurelio trabajó en otra cosa, pero Guillermo estuvo con él casi hasta el último momento.

—¿No vivía otro familiar con ustedes?

—Sí, mi hermano mientras no se casó. Lo pusieron a dormir abajo porque tenía una tumbadora y era pintor. Un día mi papá entra al cuarto de mi hermano, que era un cuarto grande con su baño y tenía un jardincito interno, y le dice al chofer, «Mire, córrame el escaparate para ver donde es que vamos a pintar», por sorpresa detrás del escaparate hay un retrato de una mujer desnuda pintada de verde, bueno, ¡qué furia! «¡Niño, usted no ve que tiene una hermana y no la respeta¡, ¿Cómo va a pintar a una mujer desnuda?», «¡Pero está tapada con el escaparate!», «¡Ni tapada con el escaparate, ni nada, su hermana se respeta!», «Pero si ella no viene al cuarto», «¡No señor!, aun así». Entonces era una pelea, porque mi hermano con aquella tumbadora volvía loco a todo el mundo. Mi papá era muy complaciente, pero muy estricto en sus cosas. Por ejemplo, él nos hacía fiestas, pero estas fiestas podían durar hasta las doce de la noche, ya todo el mundo sabía que a la una de la mañana mi papá cortaba la luz. «Ya Don Rómulo va a cortar la luz» y cortaba la luz. «¡Esta fiesta se acabó!» y corría a todo el mundo. Ya lo conocían «¡Es hora de estar durmiendo! ¡Vámonos a dormir!». Era así, tenía muchas ocurrencias. A veces lo convencían y se quedaba hasta las dos de la mañana, pero era problemático.

Fotografía cortesía de Rafael Salvatore, en la casa de Sonia Gallegos, Altamira, Caracas, Venezuela

 

—¿Y él se mantuvo siempre así hasta sus últimos días?

—Bueno, su último cumpleaños si estuvo despierto hasta tarde, a pesar de que estaba muy delgadito y muy débil, se quedó entre nosotros hasta las dos de la mañana. Fue el músico Freddy Reyna y trajeron mariachis. También le llevaron música de la Hermandad Gallega. Sus antepasados seguramente venían de Galicia y él quería mucho a esa región de España, y como el chofer era gallego fue a la Hermandad Gallega y trajo a todo ese gentío y bailaron. Después mi hermano le llevó música venezolana. Le llevaron mariachis para recordar a México. Freddy Reyna tocó aquella noche bellísimo, fue una noche inolvidable, como una despedida, y de allí ya vino diciembre. A él le gustaba que yo le hiciera sus hallacas. Él mismo me enseñó a hacer las hallacas y se sentaba a dirigir. «Tu mamá le ponía esto y le hacía esto, y las envolvía así, y le ponía más dulce al guiso». Entonces regalaba todas mis hallacas. Yo le decía, «¡Ay, pero que fastidio, tanto que trabajé!», y contestaba «Pero es que quedaron muy buenas». Él las hacía envolver y le mandaba a Rómulo Betancourt dos hallacas, a su hermana tres hallacas. «No vuelvo a hacer más hallacas, porque tú las repartes», «Es que quedaron muy buenas, y para que la gente sepa se las regalo». Era terrible porque se sentaba a ver preparar las hallacas y entonces cuando uno se descuidaba se comía la pechuga de la gallina, se comía las ciruelas. «Papá, pero ayuda, no te lo comas todo». «Me voy de aquí. Aquí nadie me quiere», pero eso era a las diez de la noche, cuando ya se había cansado de comer y de molestar. Iban mis amigas a ayudarme y las regañaba. Les decía que no sabían preparar las hallacas, porque a él no le gustaban hallacas de esas que se hacen usando los dedos, sino que debían ser tratadas con el cuchillo para que quedara delgada la masa de maíz, la telita de doble tapa. Bueno, aquello era un proceso, pero él era feliz en esos momentos. Entonces yo le celebraba su cumpleaños, iba todo el mundo, lo visitaban y era muy feliz. Después la gente acudía a felicitarlo en año nuevo. El último año no. Yo no hice hallacas en navidad, pero para el año nuevo se las hice ya que me conmovía, porque le gustaban tanto, y pensar que, al mes, más o menos, el 25 de enero, a mi papá le dio un pequeño derrame cerebral. Le subimos el almuerzo y cuando fui a encender la luz de la lamparita, estaba como muy amodorrado, no atinaba, movía las manos de una forma muy extraña, y entonces llamé al cardiólogo para explicarle lo ocurrido. Él vino y lo llevaron enseguida a la Clínica Sanatrix aquí en Caracas. Se trataba de un pequeño derrame cerebral. Poco a poco, paulatinamente, se fue quedando sin el habla, y después no podía caminar. Fueron meses terribles por esa desesperación de no poder comunicarse. Pellizcaba a las enfermeras, pero no por viejo verde, sino de la angustia. Ellas me decían «¡Señorita Sonia!». Yo le sobaba la cabeza, me quedaba allí, me acurrucaba, me acostaba en la misma cama con él, le poníamos su oxígeno, pero no se quería bañar en la cama. Así como estaba nos metíamos, junto a León en la regadera. Lo abrazábamos para evitar una caída. Entre los dos metidos en la regadera con ropa, y mi padre con su traje de baño, porque era un hombre que no le gustaba que lo vieran desnudo. Había que ponerle su traje de baño.  No aceptaba que lo bañaran en la cama. No era un inútil, pero era terrible.

Empezó mi papá a decaer, le dieron paros cerebrales y cantidad de cosas en ese lapso. La primera vez que le dio un infarto a mi papá, a las doce horas se recuperó. Sufría de edemas pulmonares, pero tenía su cigarrito encendido en la mano. Bueno, ya venía el final y por eso fue fuerte todo, muy angustioso. He tenido dos situaciones amargas en mi vida, claro la de mi mamá también, pero la superé, sin embargo, la de mi papá y la de mi esposo fueron dos muertes terribles, pero terribles. La de mi esposo fue muy rápido, mientras que la de mi papá fue prolongada, y yo no dormía nunca. Recuerdo que en la noche tenía cinco enfermeras, cuatro estudiantes de enfermería y la enfermera fija. En el día tenía dos, pero en la noche me ponía a barrer el patio, planchar, lavar. Eran los nervios no me dejaban, resultaba angustioso, ya que no sabía en qué momento podía fallecer. Una noche, como a las diez, me dijo el médico «Sonia este es el final, yo no quiero llevarlo a una clínica porque quiero que muera con dignidad».

—Volvamos ahora a esa etapa de México cuando fallece Teotiste. Usted me explicaba que venía sufriendo una enfermedad prolongada, aunque aparentemente le corta la vida un paro respiratorio. Usted me hablaba del cadáver embalsamado, ¿Por qué surge ese propósito?

—Mi papá nunca pensó en dejar a mi mamá enterrada en México ni en ninguna parte que no fuese Venezuela. Él decía que mientras estuviera ese gobierno mi mamá nunca estaría aquí en Venezuela, pues si ella se fue en acuerdo de no compartir este horror, él prefería esperar, pero no sabía cuánto iba a esperar. La embalsamaron y la tuvieron en un depósito por varios meses, y creo, como le dije, que esa debió ser una de las etapas más duras de su vida también, porque todos los días él iba al cementerio a visitar a mi mamá. No como lo hacemos todos cuando vamos a visitar nuestros muertos, sino que llegaba a destapar la urna y a contemplarla muerta. Yo iba con él porque mi hermano no estaba allí. Nos levantábamos a las siete de la mañana, comprábamos las flores, y mientras yo arreglaba los floreros y limpiaba, mi papá se sentaba a contemplarla y después llegábamos al apartamento y mi papá se encerraba en su cuarto. Almorzábamos, se enclaustraba y no salía más. Así pasaron los meses. Fueron horribles. Mientras el cuerpo de mi mamá se mantuvo en el depósito de cadáveres, él todos los días iba a contemplarla.

—¿Ese cementerio en México cómo se llamaba?

—El Panteón Español, que es uno de los cementerios más grandes que hay en México, donde entierran a personajes famosos. Era una antigua hacienda.

—¿Por qué la mantuvieron allí?

—Porque se acostumbra a construir criptas, como una pequeña capilla, pero con unas escaleritas donde estaban como unas gavetas. Cuando muere el poeta Andrés Eloy Blanco mi papá estaba en Paris, y le puso un telegrama a Lilina Iturbe, su esposa, telegrama que nunca le llegó, donde le decía «Al lado de Teotiste hay un puesto para mi hermano Andrés». Ese fue otro golpe duro para mi papá, la muerte de Andrés Eloy Blanco, la de Leonardo Ruiz Pineda, la de Alberto Carnevali, porque era gente joven que mi papá estimó, y él consideraba muy brillante a esa generación de relevo que podía venir.

—Entiendo que a los tres meses de mantener a Doña Teotiste embalsamada en el Panteón Español se dispuso sepultarla de nuevo, ¿es así?

—Si, a ella la sepultaron en México. Allí estuvo hasta el año 1958. Cuando cae el gobierno de Pérez Jiménez, lo primero que hace mi papá es pensar en cómo se trae a Teotiste a Venezuela. Nos mandan un avión de Aeropostal y no cabía el ataúd sino parado. Él dijo que parado no venía, y tuvieron que quitar varios asientos de la parte de la cola para poner allí el ataúd. Adelante veníamos todos, porque eran muchos los exiliados, los últimos que quedábamos allá, y el avión venia lleno, pero llegamos de casualidad. El avión levantó vuelo, pero cayó y cayó y cayó, y el piloto decía, «¿Qué hago yo con este cargamento? ¿Cómo hago?» No nos matamos de casualidad. Eso no lo sabe nadie. Había una sobrecarga. El avión se elevó y de repente, cuando estaba a no se cuánta altura, empezó a bajar y él no podía subirlo por el peso que traía. Al final subió, pero aquel hombre estaba aterrado. Yo lo supe años después porque él se lo contó a unos amigos de nosotros. El piloto les dijo que había pasado el momento más terrible de su vida. Fuimos los últimos que llegamos a Venezuela. El recibimiento fue muy bello, muy emotivo. Mi papá pidió que no hubiese escándalo. Él venía contento de estar en Venezuela, pero triste porque mi mamá no podía gozar de este retorno. Fue un silencio en todo el camino, nadie tocó corneta, porque cada vez que llegaban los exiliados tocaban cornetas, ¡y aquí nadie tocó corneta! Así fue aquella llegada al cementerio. Mi papá tenía un hematoma porque todo el mundo le agarraba la mano y no se la querían soltar. Por la ventanilla del carro se pegaban, y mi papá lloraba. El carro estaba lleno de flores por todos lados, hasta que llegamos al cementerio. Aquello fue muy emotivo. Del aeropuerto al cementerio directamente, porque ya todo estaba listo y nos estaban esperando. Recuerdo que yo venía vestida de negro con un cuello blanco. Hizo un verano horrible ese mes que nosotros llegamos, el 3 de marzo. Todo era seco. Yo nunca había visto un verano tan horrible en Venezuela como ese, no lo recuerdo. Entre las lágrimas y el sudor, esto era como caminos de pantano. De repente, uno se encontraba con que «Mi amor yo soy tu tía fulana, y esta es tu prima perenceja» y uno se decía «¿En qué mundo estoy?». Yo iba detrás de mi papá con su maletín, con su abrigo, con su sombrero, con su sombrilla.

—Eran diez años fuera del país con los mayores dolores de la vida, y ahora podemos imaginar que es otro el encuentro con la felicidad y con un mundo más palpable y de nuevo suyo, ¿qué piensa?

—Si, yo encontré una cosa distinta. Recuerdo que cuando veníamos en el avión dice el piloto «Volamos sobre la Guajira venezolana», y mi papa empezó a llorar, y yo por supuesto me pegué a llorar también. Mi papá dice «Por fin sobre la misma tierra», y entonces los que estábamos cerca de él empezamos a llorar y después cuando se abre aquella puerta, «¡Por fin en Venezuela!», entonces era llorar. Yo soy muy llorona y en ese momento había muchas cosas por qué llorar, todos los amigos que no estaban, mi mamá que no podía ver eso, encontrarse otra vez con este país, todo, todos, y para mi papá fue muy duro.

—Usted me contaba que luego de sepultar a Doña Teotiste en el cementerio de Caracas, el Maestro Gallegos iba siempre a visitarla, ¿con qué frecuencia lo hacía?

—Era todos los meses. El día siete de cada mes, porque ella murió un siete de septiembre, y el día siete de cada mes mi papá se levantaba a las seis de la mañana, se bañaba, desayunaba y nos íbamos al cementerio. Se llevaba su sillita y su sombrilla y me repetía, «Acuérdate bien que este es mi puesto, es el único que quiero». Para mí es un martirio, ya uno no puede ir a ese cementerio porque allí lo asaltan, violan a las mujeres, le dan palos por la cabeza a todo el mundo para robarle las carteras, y a veces yo digo que, si de verdad los muertos ven, o si de verdad hay muertos que ven para acá abajo, mi papá deberá decir, «Qué hija inconsecuente que nunca me lleva una flor». A mí me da terror. Fui un día y me encontré a tres borrachos durmiendo al lado y me decían «¿Ese que está ahí es su abuelo?» y yo les respondía «¡Ay, Dios mío! Sí señor, es mi abuelo». Puse las flores enseguida y me fui. No sé qué puede ocurrir porque es un bandolerismo terrible el Cementerio General del Sur.

Nos despedimos de Sonia Gallegos Arocha ese día de San Pedro y San Pablo, en junio de 1983, con el corazón exaltado y triste a la vez. Ojalá pudiéramos volver a la infancia y poder luchar como ella contra los golpes sordos, llegamos a pensar después de oír ese largo relato del cual tanto hay que aprender. Pareciera un sueño el contenido de sus frases, un cuento más bien, un texto completamente fascinante. Es el año Bicentenario del Natalicio del Libertador Simón Bolívar y se inician los servicios del Metro de Caracas. Sonia piensa que muy pronto lo tendrá frente a su casa en la famosa estación de Altamira. Nos decimos adiós, y reconozco que en las pocas horas en que estuvimos juntos se estableció una familiaridad inusual, una conexión extraña, sin imaginarnos que nunca más nos volveríamos a ver, queriendo escucharnos entre las mismas cuatro paredes de aquel edificio al este de la ciudad.