Mis papeles errantes: Entre Rómulo Gallegos y la Generación del 28, por Benito Yrady

Capítulo 4

EDUARDO GALLEGOS MANCERA: «Rómulo Gallegos fue mi pariente cercanísimo, tanto en el cariño como en las artes».

Es día de los enamorados, día de la amistad, 14 de febrero de 1986, día de San Valentín, y presto atención al sonido de las palabras de aquel hombre lúcido que tengo al frente, y que expresa exactamente lo que define sin usar tantos adjetivos ni frases rimbombantes. Fue él quien acompañó hace seis meses a Miguel Otero Silva en los instantes finales de su vida, tratando de auxiliarle con demasiada incredulidad sobre la muerte. Es médico de profesión. Se graduó como doctor en ciencias médicas en la Universidad Central de Venezuela, de la cual egresa en 1938. Llegó a presidir la Sociedad de Estudiantes de Medicina en la misma Universidad, y resultó jefe de la Intendencia de Medicina de la Federación de Estudiantes de Venezuela. Se desempeña en su carrera de médico en los estados Aragua, Carabobo, Monagas, Nueva Esparta y en esta ciudad capital, donde prestó servicios médicos gratuitos durante muchos años a las comunidades más desasistidas de la Parroquia El Valle de Caracas, situadas en antiguas haciendas de su familia. Ingresa al Partido Democrático Nacional y posteriormente se retira para pertenecer activamente, a lo largo de su vida, al Partido Comunista de Venezuela, formando parte de su Comité Central. Tras el derrocamiento del gobierno de Rómulo Gallegos se exilia en Europa, y luego ingresa clandestinamente al país para sumarse a los planes conspirativos contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Es hecho prisionero desde el año 1954, y trasladado a la cárcel militar de Ciudad Bolívar. Sufrió torturas de sus captores, pérdidas significativas de un tímpano y lesiones en el ojo izquierdo de su rostro. Tras el derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez, queda en libertad en 1958, y se desempeña como Vice Presidente del Concejo Municipal del Distrito Federal de Caracas, al ser electo por la parroquia El Valle. Preside el Consejo Mundial de la Paz con sede en Helsinki, después de resultar favorecido como Senador ante el Congreso Nacional (1969-1974), y miembro del Buró Político del Partido Comunista de Venezuela, donde militó hasta el día de su muerte, ocurrida un 3 de julio de 1989. Además de activista político y médico, fue un destacado escritor y poeta con conocidos libros como “Ancho río, Alto fuego”, traducido al ruso, entre muchos otros idiomas. Una de sus mayores experiencias, de las cuales no hace gala, ha sido la de sus viajes a más de ochenta países, consciente de lo que es el mundo y de sus límites que no se cansa de estudiar.

¾Amigo Eduardo, quiero comentarle lo siguiente: una de las personas que deseaba entrevistar y que, por descuido o por problemas de timidez y de mal cálculo del tiempo, no lo logré de la forma deseada, fue a Miguel Otero Silva. Nos hicimos cómplices de esta idea cuando viajamos juntos a La Habana, en ocasión del Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de los Pueblos de Nuestra América, y acordamos una nueva entrevista, pero nunca la pudimos efectuar. Fue él quien me recomendó esta cita con usted, y gracias a nuestro común amigo, Gustavo Pereira, obtuve sus coordenadas. Entonces, me gustaría comenzar escuchando algunos recuerdos suyos sobre Miguel Otero Silva, y de qué manera pudiéramos vincular la cotidiana meditación de Miguel con el escenario espiritual de Rómulo Gallegos. Quiero que ese símbolo de amistad entre ustedes tres ocupe un lugar importante en el libro.

¾Está bien Benito, pero ante todo quiero precisar que el vínculo que me unía a Rómulo Gallegos no era el de cualquier venezolano estrechamente motivado por su figura, sino que fundamentalmente Rómulo Gallegos fue mi pariente cercanísimo, tanto en el cariño como en las artes. Primo hermano de mi padre, coetáneos ambos y estrechamente ligados porque desde niños crecieron juntos, vivieron en una misma casa. La situación del padre era muy esencial. Cuando murió el padre de Rómulo Ángel, como lo llamaban en la casa para diferenciarlo de Rómulo Lander Gallegos, y de otro primo hermano que se llamaba Rómulo Augusto, todo cambió. Al ocurrir la muerte de Rómulo Gallegos padre, ellos se fueron a vivir a la casa de mi abuelo, y de allí surgió el vínculo más estrecho todavía que el de la simple relación consanguínea.

¿Cómo se llamaba su abuelo?
Manuel Vicente Gallegos.

¿Y su padre?

José Antonio Gallegos Rivero se llamaba mi padre. Rómulo, que era de mí misma sangre, fue bautizado con el nombre de Rómulo Ángel Gallegos Freire, hijo de Rómulo Gallegos padre y de Rita Freire. Pues bien, desde muy niño yo sentí ese afecto invariable de toda la familia girando en torno a él. Era el intelectual y era el Maestro respetado, querido por todos. Frecuentemente, durante mi niñez, yo lo veía como algo realmente extraordinario. Recuerdo mi primera lectura de “Reinaldo Solar”, así se llamaba el último Solar, el protagonista, el último Solar de la novela que no entendí en absoluto para ese tiempo. La leí a los ocho años y naturalmente no podía comprender la esencia. Más tarde, “La Trepadora”, me llevó hacia el campo venezolano que yo conocía por las haciendas de mis familiares. Me metí muy adentro, en la zona del Tuy, donde sin decirlo en su novela él sitúa a Charallave y al caserío Pitahaya, que, según tengo entendido, está absorbido por la propia población de Charallave. Cantarrana, de donde venían los Guanipa y actuaba Hilarito Guanipa. “La Trepadora” se publica en 1925, y yo la leí con diez años de edad. Allí empecé a entender las diferencias que luego me conducirían al comunismo, cuando observo las luchas sociales en la hacienda Cantarrana. La aristocracia contra sus opuestos explotados, contra las familias de bastardos que eran peones de haciendas. Eso es “La Trepadora”, que me cautivó en aquella edad de la niñez. Todas esas situaciones me motivaron mucho para seguir leyendo aún sin profundizar en la médula de la temática novelística de Rómulo. Mis pensamientos se conformaron y se definieron más tarde. Recuerdo con mucha precisión la salida de Rómulo para el llano. Era una preocupación que conmocionó a toda la familia. Mis tías abuelas, tías de Rómulo, rezaban para que a él no le ocurriera nada.

¿Se veía en ese tiempo al llano como un espacio inalcanzable y lejano para los caraqueños? ¿Ciertamente preocupaba tanto eso?

Claro, porque eran tres días cuando menos. Tres días de marcha por trochas en el llano, por las trochas del ganado, puesto que no había verdaderas carreteras en rumbo hacia Calabozo, hacia los esteros de Camaguán, atravesándolos para llegar a Puerto Miranda y de allí a San Fernando de Apure para adentrarse más aún en el alto llano. Hablaban de los peligros, de las culebras, de las quebradas crecidas. Era Semana Santa. Recuerdo que se fue un viernes de concilio y regresó un martes de tiempo pascual, es decir, dos días después de terminada la Semana Santa, para reasumir sus funciones de director del Liceo. Todo el mundo estuvo pendiente del telégrafo. El telégrafo era la única vía de comunicación de entonces, y por fin llegó un telegrama, «Llegamos bien», nada más. Con eso bastó para aligerar los ánimos, pero todavía quedaba su regreso. De allí trajo Rómulo a “Doña Bárbara”. Otro viaje similar fue al bajo Apure para traer “Cantaclaro”, un sábado antes de Semana Santa, regresando el Domingo de Resurrección. Ya estábamos más habituados los familiares a esas andanzas de Rómulo y nos quedamos más tranquilos. Cuando se planteó la ida a Ciudad Bolívar, con la idea de “Canaima”, ya la cosa era diferente, mejoran los caminos, un poco más de serenidad al respecto, más tranquilidad, y más conexión también porque el telégrafo funcionaba desde Ciudad Bolívar y los alrededores, como Upata, hasta Caracas. El telégrafo resultaba mejor que de San Fernando de Apure a la misma ciudad.

¿Usted llegó a estar presente alguna vez cerca de Rómulo Gallegos mientras escribía? Varias personas me han comentado que sólo su esposa, Teotiste, tenía acceso a la habitación donde él trabajaba mucho y pasaba días completamente aislado en su escritura, atento y fumando mientras iba al teclado de su máquina de escribir.

¾Yo presencié muchas veces a Rómulo Gallegos escribiendo en su Underwood, en su vieja Underwood tecleando muy nervioso y rápidamente sus novelas y cuentos. Yo admiraba la rapidez con que movía sus dedos, no podía apreciar todavía suficientemente cómo movía su mente, pero sus dedos si me impresionaban mucho, aunque él era lento en lo de escribir. Siempre con un cigarrillo al alcance de la mano, interrumpiendo permanentemente, y allí estaba, en torno a él, Teotiste. Teotiste, su esposa. Teotiste Arocha Egui. Teotiste significó mucho en la vida y en la obra literaria de Rómulo. Mucho más de lo que la gente se imagina. Era necesario ese amor en el Maestro Gallegos. Teotiste no fue una mujer culta, de lo que podemos llamar cultura. Si se le hablaba de literatura, o se le hablaba de modernismo, o de romanticismo, posiblemente no entendía nada, a pesar de que participaba en todos los conciliábulos de Rómulo con Julio Planchart, con Manuel Cabré, con Fernando Paz Castillo, con todos los personajes de su época y de la revista “Alborada”, pero tenía intuición. Y puedes anotar este hecho, que no se si estará registrado en otra parte con los testimonios recogidos hasta ahora. Cuando Rómulo escribía un capítulo, bien sea de “Doña Bárbara” o de “La Trepadora” o de “Cantaclaro”, se lo leía a Teotiste en primer término y le veía fijamente la cara, y si no encontraba en ella suficiente emoción, no vacilaba en romper el manuscrito y echarlo en el cesto para rehacerlo luego. Es decir, que era Teotiste una especie de censor natural de su obra, de su labor literaria. Esto valdría la pena anotarlo.

Varias veces, ya adulto, y en plano de confidencias con Rómulo, él me recalcaba que al sentarse a escribir era porque ya tenía toda la novela hecha, la novela o el cuento, pero fundamentalmente se refería a las novelas. Las tenía totalmente estructuradas y a lo que iba era a darles forma, a ordenarlas por capítulo, a darles ilación. Esto es importante también. Él no era de aquellos que van haciendo capítulo por capítulo, dejándose llevar por los hallazgos que hacían sus propios personajes. No. Él armaba la arquitectura antes de sentarse a escribir.

¿Y qué nos puede contar de su papel de Maestro y de la relación con el Liceo que dirigió en Caracas? Además, ¿qué nos diría sobre sus vínculos con Miguel Otero Silva, como le pregunté al comienzo de la entrevista, sabiendo que eran grandes e inseparables amigos?

Rómulo ponía mucha atención, más de lo que aparentaba, en las conversaciones de sus alumnos. Por las filas del Liceo Caracas pasó lo mejor de lo que fue después la destacada intelectualidad venezolana, lo mejor de la política venezolana, si podemos decirlo así. Naturalmente que en esa política venezolana hay mejor o peor, pero yo no voy a adentrarme en ese problema por razones obvias, porque no es el tema. Estaba Miguel Otero Silva, por ejemplo, y entre Miguel y Rómulo había una relación de afecto muy especial. Desde muy joven Miguel sorprendía al propio Rómulo con sus chistes, con sus salidas ingeniosas de toda índole, y también con los breves poemas que escribió en ese período de 1927-1928. Más tarde hubo problemas entre ellos. Miguel, comunista, en ese tiempo activo, y Rómulo en Acción Democrática. Hubo una suerte de contraposición e incluso de polémica que revistió unos caracteres muy agudos, que les dolieron mucho a ambos, creo yo. Se vieron precisados a entrar en la pelea, pero no con gusto, a pesar de la acritud que se notó en algún momento. Para Miguel era muy duro discrepar de Rómulo, para Rómulo, también era muy duro discrepar de Miguel, y esa amistad se reanudó luego en una forma extraordinaria, hasta el punto de que puedo afirmar lo que vi en los últimos años antes de morir Rómulo. Miguel lo visitaba con frecuencia y alternaba con él en un plano de estrecha comprensión mutua.

He encontrado personas que me han referido que nunca hubo real distanciamiento entre Juan Vicente Gómez y Rómulo Gallegos, y que, por encima de las adversidades políticas, el General Gómez sentía gran respeto por él, e incluso que le apoyaba en determinadas circunstancias. ¿Qué opinión le merece a usted esta manera de conceptualizar la relación entre ellos?

Rómulo tomó la decisión, y creo que fue a mi padre a quien le participó primero, de no aceptar la Senaduría de Apure. Mi padre, había sufrido cárcel en La Rotunda y después en el Castillo de Puerto Cabello, y Rómulo no concebía cómo era posible que él pudiera servir al gomecismo en ese aparataje parlamentario que no era tal, en ese “sisiísmo” que caracterizaba al Parlamento de entonces. Visitó nuestra casa y dijo «Quiero participarles, muy privadamente, que me voy para no volver, quizás, porque yo no puedo llenarme de ignominia aceptando esta Senaduría que me ha sido concedida por obra y gracia de “Doña Bárbara”, y por gestiones también amistosas de Rubén González», que era ministro de Educación en ese tiempo, y que distinguía muy especialmente a Rómulo por sus ideas liberales en materia educativa.

También hay personas que me han dicho que muchos padres evitaban que Don Rómulo Gallegos fuera maestro de sus hijos, porque tenía fama de anticlerical. ¿Qué piensa usted de esto?

Qué decir de Rómulo, por ejemplo, en relación con mi formación. Yo creo que influyó mucho a pesar de que nunca fui alumno directo de él. Yo me fui a inscribir en el Liceo Caracas, que dirigía Rómulo, y dos días después mi mamá y mis tías anularon mi inscripción. Como menor de edad tuve que someterme, ¿por qué? Porque aun cuando todos querían entrañablemente a Rómulo, y lo consideraban honestísimo, temían en el fondo la influencia herética sobre nosotros, sobre mí y sobre mi hermano, de la filosofía atea de Rómulo Gallegos. Rómulo Gallegos resultaba el anticristo ante los ojos de los curas, ante los ojos de los Jesuitas y ante los ojos de los Hermanos de La Salle, en cuyo Colegio me eduqué. Así veían a Rómulo. A pesar de la moderación que lo caracterizó, siempre era totalmente intransigente en lo que se refiere a la cuestión filosófica, y rechazaba la idea de Dios. Una vez, cuando yo le decía a mi abuelita que no podía aceptar nunca la existencia de un ser superior, impalpable, que generaba injusticia por todas partes, Rómulo con una sonrisa abstemia, diría yo, abstinente, no quiso intervenir en la discusión, pero al final me dijo «Patrañas, patrañas, patrañas», y con eso, naturalmente, me dio más fuerzas para mantener este tipo de actitudes en el seno de la familia.

Mi hermano y yo nos hicimos comunistas, mi hermano José Antonio Gallegos hijo, y yo. Nos hicimos comunistas y tuvimos problemas serios en el seno de la familia, que deseaba que nosotros fuéramos profesionales y que siguiéramos la línea de todos, la adaptación al sistema, la buena posición económica, entre otras cosas, que era lo habitual en ese tiempo. Se aspiraba a eso en el seno de una familia de capa media, más o menos acomodada.

Pues bien, cuando la situación se tornó conflictiva, cuando mi abuelita, ya muy enferma, me rogaba casi de rodillas que abandonara la militancia comunista, cuando mi mamá insistía al respecto y nuestras tías igual, Rómulo almorzó en casa, en la mesa familiar alrededor de la cual, en la Caracas de entonces, nos reuníamos invariablemente todos a las doce y media del día, y comenzó diciendo esto «Yo no soy marxista», y también terminó diciendo «Yo no soy marxista», pero en el medio, y a todo lo largo del almuerzo, justificó plenamente la actitud de rebeldía frente a la situación de injusticia social advertida por mi hermano y yo. Fue una gran ayuda para nosotros. Rómulo tenía autoridad en la casa y nosotros usufructuamos en ese momento, oportunamente, no oportunistamente, sino oportunamente, esa influencia. Vinieron los tiempos en Acción Democrática. Él allá y nosotros en el Partido Comunista. No se debilitó en ningún momento el afecto mutuo.

Recuerdo el año 1947. Campaña electoral en la cual él era candidato presidencial de la República, candidatura que resultó como se sabe, gananciosa. Competían Rómulo, Caldera y Gustavo Machado. Pues bien, almorzaba con frecuencia en casa y era habitual que saliéramos a las tres de la tarde de una sobremesa prolongada. Él salía para un mitin por su candidatura con la gente de Acción Democrática, y mi hermano y yo para un mitin por la candidatura de Gustavo Machado, que era la del Partido Comunista.

¿En qué dirección de Caracas se ubicaba esa casa?

Era en La Florida, en la parte de arriba, la Av. Los Mangos, “Quinta Hilda Margarita”.

¿Quiere decir que en ese tiempo no había discrepancias políticas entre la gente de Acción Democrática y los seguidores del Partido Comunista de Venezuela, o simplemente era un caso que pone por encima de la política la natural relación de familia?

Una prueba de que podían llevarse las relaciones familiares independientemente de las momentáneas discrepancias políticas, diría yo. ¿Qué decir de esto? Algo muy importante. Cuando yo iba a pasar una tarde con él, en Los Palos Grandes, en la casa sobre cuyos cimientos se está construyendo el Museo Rómulo Gallegos, Museo o Centro de Estudios, como lo quieren llamar, yo le hablaba y le aclaraba muchos aspectos de la política nacional en contraposición, claro está, a los criterios que le expresaban Rómulo Betancourt, Gonzalo Barrios, Raúl Leoni Otero, y otros dirigentes de Acción Democrática. Él leía poco de política, los diarios los revisaba muy por encima, estaba mal informado y principalmente recibía las versiones de esos dirigentes que he mencionado. Pues bien, salía convencido él de una serie de nociones que uno le iba aportando, pero eso que ocurría lo observaban también los dirigentes de Acción Democrática, y al día siguiente de haber pasado yo una tarde con él, encerrado allí, en la quinta Marisela, (Quinta “Marisela” antes, y Quinta “Sonia” después), le caían encima diciéndole cosas acerca de los comunistas, incitándolo un poco a rechazar presuntas agresiones a la obra de él por parte de nuestros dirigentes.  Por ejemplo, un análisis desenfadado de Ramón Lozada Aldana sobre “Doña Bárbara”, se lo presentaron como un intento de desprestigiarlo a él. Era una manera de utilizar la vanidad de todo escritor, en sentido positivo, para sus fines de mantener a Rómulo como un símbolo de Acción Democrática y para Acción Democrática.

No quise utilizar nunca mi influencia sobre él, la influencia que podía tener yo en el sentido político propiamente dicho. Me limitaba a ayudarlo a ver. Previo a su exilio, le hablaba mucho, antes de que muriera Teotiste, con quien yo tenía una relación muy estrecha. Me limitaba a los coloquios con Teotiste, que era muy sagaz también en política, por intuición especialmente, sin ninguna teoría política clara. Ella desconfiaba de varios dirigentes de Acción Democrática. No quiero tampoco adentrarme en eso, porque no es el objetivo de nuestra conversación.

Rómulo tenía relaciones bastante buenas con líderes comunistas como Gustavo Machado. Un afecto grande se desarrolló y se robusteció en México con Carlos Augusto León, cuando él militaba en el Partido Comunista, y con varios otros de los nuestros de su época, de la época del año 1928, y de la época de 1936.

Quiero abrir un paréntesis para poner de relieve algo que está ya consignado en el libro de Carlos Arocha Luna sobre Rómulo Gallegos y su obra. Se trata del único poema de Rómulo Gallegos dedicado a mi hermanita. Bueno, mi hermanita era bellísima según todos los testimonios. A esa edad todos los niños son bellos, pero ella parece que era especialmente linda.

¿Mayor que usted?

No, menor, inmediatamente después de mí. Nacida en 1917 y murió en 1919.

¿Cómo se llamaba?

Se llamaba Alicia. Para Rómulo fue una muerte realmente dolorosa, una niña de dos años fallecida por las epidemias que prevalecían en aquella Caracas de 1919. Ese poema yo lo hice publicar en el diario El Nacional, a través de Orlando Araujo, con fotostato y todo, con la firma de Rómulo. Después aparece el texto completo, aunque sin fotocopiado, en la obra de Carlos Arocha Luna que ya cité, y lo conservo, pues, con gran efecto. Lo resguardamos todos los sobrevivientes en mi casa. Podemos decir que ese poema único tiene una influencia lógica de Rubén Darío, muy dariano. A la orden tuya está.

No conozco el poema, pero sí sé de Carlos Arocha Luna, quien ha sostenido que Rómulo Gallegos fue un literato prestado a la política, ¿usted comparte plenamente esa opinión? 

Primero quiero hablar de su poema, porque fue un solo poema el que escribió en las circunstancias que le explico. Un solo poema y por eso tiene un gran mérito. Bueno, es un poema clásico, un poema propio de su época, y no se le podía pedir a Rómulo Gallegos que hiciera un poema al estilo de Hernández de Jesús, por ejemplo, o de Caupolicán Ovalles, que ya es otra cosa, ni siquiera parecido a los poemas míos, porque yo soy de una generación intermedia. El original lo tiene en este momento mi hermana en Maturín, pero yo tengo una fotocopia y se la puedo proporcionar. Aquí está. ¿Puedes alcanzar a leerlo? Es muy breve.

¿Me permite leerlo en voz alta?

Claro.

“A Alicia, muerta en el alba, como las estrellas”

Poema “Orto sin ocaso”

“Ya pueden abrirle la puerta carrada,

ya tiene en los ojos la lumbre apagada

de la ingente lámpara del corazón.

Déjenla salir… Que su alma enderece.

Su vuelo hacia el cielo donde resplandece.

De los niños muertos la constelación.

 

Luceros del alba ¡Ortos sin ocasos,

soles apagados en claros fracasos

en los resplandores de la eternidad

¡Oh fúlgidas vidas de los niños muertos

estrellas que alumbran los pasos inciertos

de los que los buscan en la oscuridad!

Su prístina frente decora el misterio

el llanto materno ya entorna el salterio

del dolor sin nombre, que no tiene igual

y es el llanto el río de amor sin ribera,

que va conduciendo la barca señera

de su alma pura hacia el lar sin mal.

Ahora entre flores, serena, dormida

con albor de lirios en la faz ungida

con el óleo dulce de la paz… ¡Ya es flor!

En lo ignoto exultan jocundos clarines

y la blanca escala de los serafines

se tiende hacia ella… ¡Silencio, dolor!

Déjenla que parta. Florido el sendero

que el alba ya alumbra su viaje postrero

tendrá a cada instante tornadas de amor,

porque los que mueren cuando son amados,

se hunden más adentro en los olvidados

corazones tristes que ahondó el dolor.

Benito, mis vivencias de infancia, de juventud y de adultez con Rómulo, son numerosísimas, no acabaría nunca de relatarlas, de glosarlas. Efectivamente, como lo citas también, Rómulo fue un literato prestado a la política. Tendría que decir algo, porque ahora me invaden recuerdos de Gallegos tras la muerte de mi padre, a quien me sentía profundamente unido.

¿En qué año ocurrió esa muerte?

En 1942. Cuando murió mi padre Rómulo estaba en el exterior y llegó a los ocho días. Desde allá nos puso un telegrama muy sentido y una carta que le envió a mi mamá, a todos nosotros, valorativa de lo que significó mi padre para él. Cuando llegó del exterior, aún yo no me había repuesto de la muerte de mi padre. Rómulo me llevó para su casa en Naiguatá, junto con mi esposa y mi hija recién nacida, porque yo acababa de casarme. Pasamos juntos un mes. Tuvimos largas conversaciones y discusiones literarias. Él era muy poco avezado a la crítica literaria, pero era un novelista nato. Para hacer “El último Solar” leyó, desde luego, a los novelistas de fin de siglo y de principios del actual, a los novelistas españoles Pérez Galdós, Azorín, creo que también a Unamuno, pero después dejó de leer. No sé si instintivamente o deliberadamente. Casi no leía, casi no estaba al día con las nuevas corrientes literarias. Era, posiblemente, una forma de defensa de conservar lo prístino de su literatura, de no dejarla contaminar, digamos contaminar entre comillas, con las nuevas corrientes.

Ahora le pregunto yo, sabiendo que también es un gran poeta, un gran lector, hombre de ideas nuevas y conocimientos modernos de la literatura, ¿de qué manera se podía estimular mucho más al Maestro Gallegos en la pasión por la lectura?

Yo traté de romper un poco la barrera, en ese mes de nuestro encuentro en Naiguatá. Insistí mucho en Thomas Mann, y le hablé de Proust y de Stefan Zweig. Se interesó por obras de Stefan Zweig, pero en general había una actitud de abstención. Esto es importante también señalarlo. Leía poco, leía incluso los periódicos muy a la ligera, y esa abstinencia fue mayor cuando se vio enfrentado a las responsabilidades de gobernante, que lo sustraían de su mundo literario la mayor parte del tiempo. Podría encontrar en mi memoria muchos otros elementos de juicio acerca de Rómulo, acerca de su honestidad integral, acerca de muchos episodios que se produjeron cuando fue Presidente del Concejo Municipal de Caracas. Él no se sumergía en la minucia política, pero veía todo macroscópicamente y, en múltiples ocasiones, priorizaba lo afectivo por encima de lo sustancial. Nosotros éramos activistas del Partido Comunista cuando Rómulo Gallegos fue Presidente del Concejo Municipal, y en eso estábamos aliados los pedevistas de esa época, o sea, el partido de Rómulo Betancourt (PDN) y nosotros los comunistas, entre ellos Carlos Augusto León, mi hermano y yo. Trabajábamos en Caracas en las elecciones, en las barriadas populares de los sin techo, y el apoyo giraba en torno a la protección que, de una u otra manera, nos que tenía que brindar al respecto el Concejo Municipal de Caracas, frente a un modelo de gobernación omnipotente y despótica.

¿Qué nos puede hablar entonces de ese Rómulo Gallegos político que para todos está claro fue líder esencial del partido Acción Democrática, mientras que usted ha sido militante, toda una vida, del Partido Comunista de Venezuela?

Bien, hablar de Rómulo político creo que no me corresponde. Entraría en un terreno en que lógicamente el factor ideológico se impondría. Rómulo no fue un brillante político. No, yo no quiero recurrir a la frase que él hizo suya «Soy un escritor prestado a la política».  Esto es un lugar común, muy trajinado, pero de todas maneras el concepto puede parecer ajustado. Era un escritor prestado a la política que nunca entendió, tal vez, toda la gama de intereses que se mueven en torno al ejercicio de su magistratura, sea la del Concejo Municipal de Caracas, sea la de Diputado al Congreso Nacional o la de Presidente de la República.

Yo estaba en la clandestinidad desde 1962, cuando ilegalizaron al Partido Comunista, de cuyo Buró Político era miembro. Era la época de la lucha armada, época muy dura, época de persecución implacable contra nosotros por parte del gobierno de Acción Democrática. Nuestros retratos pasados por televisión para que el pueblo nos reconociera, entre comillas. Nuestros retratos en las alcabalas policiales, diseminados para ser capturados vivos o muertos. Pues bien, en esas condiciones mantenía el contacto con Rómulo de manera muy irregular, a través de mi hermano, a través de mis tías. En 1968, hay un comienzo de apertura obligada del gobierno de Raúl Leoni Otero, y nosotros ya con el propósito de suspender la lucha armada, porque había sido una lucha artificialmente decretada, una lucha prematura, lanzada sin tomar en cuenta las condiciones objetivas. Procedimos en la clandestinidad a constituir el Partido Unión para Avanzar (UPA), máscara legal del Partido Comunista. Participamos en las elecciones, y yo salí electo senador, pero era un senador que estaba sub judice. Tenía un auto de detención, y desde luego, no podía salir a la calle porque la inmunidad parlamentaria comenzaba a regir a partir del momento en que me juramentara. En ese lapso, entre diciembre de 1968, en que fui electo senador, y marzo de 1969, en que me presenté sorpresivamente ante la Cámara del Senado, me juramenté y comencé a disfrutar de la inmunidad parlamentaria, Rómulo se agravó y murió. Yo pedí permiso al Partido para cumplir con el deber familiar, un deber del cual no podía hacer dejación, y fui a la casa de él, allí en la Avenida Principal de Los Palos Grandes, la llamada Avenida Luis Roche. Me presenté a las siete de la mañana, es decir, antes de que comenzara el tránsito intenso. Entré directamente a las habitaciones. Estuve estrechándole la mano, hablándole, no sabiendo a plenitud hasta qué punto me entendía, hasta qué punto captaba lo que yo le estaba diciendo de viejos recuerdos de mi padre, de él, de mi afecto personal, testimoniándole todo ese afecto en palabras muy sentidas, cuando para mí ya era una evidencia de que la muerte se aproximaba, que era indetenible el proceso. Él, ya casi en coma, me apretaba la mano en respuesta cuando yo le decía algo sustancial, algo que lo impactaba, y eso me hacía presumir de que estaba recibiendo mis mensajes. Justamente, cuando había entablado esa especie de diálogo, él, con los ojos cerrados, en buena medida ausente, con la respiración fatigosa, apresuradamente me vienen a decir que me meta en un cuartico de servicio. Había llegado el Presidente Raúl Leoni Otero. Claro está que, a pesar de todos los enfrentamientos políticos, Leoni, quien fue mi amigo personal en las épocas de las luchas contra Gómez y contra López Contreras, y mucho menos en las circunstancias de la gravedad de Rómulo Gallegos, hubiera procedido contra mí, pero el caso no era el Presidente Leoni. El caso era la policía política, la siniestra Digepol, que estaba estacionada abajo de la casa. Lógicamente, si se percataban de mi presencia, podían proceder a hacer efectivo el auto de detención que, como miembro del Buró Político del Partido Comunista, estaba dictado y podía frustrar incluso mi senaduría. Esperé pacientemente. Se retiró el cortejo presidencial, se retiró la Digepol, y yo salí a las siete de la noche de nuevo hacia mi escondite.

Son recuerdos que conservo muy adentro. Soy un hombre curtido, tengo setenta años, he vivido mucho y he visto caer a varios de mis compañeros. He visto caer recientemente a camaradas míos de todo mi afecto, a Gustavo Machado y a amigos entrañables como Miguel Otero Silva, como Isidro Ovalles, como Pedro Juliac, todos de la generación de 1928, a quienes atendí hasta el último momento, pero conservo la misma sensibilidad. En este instante el temblor en la voz ante la evocación de esos momentos me perturba un tanto y le pido excusas. Si tiene más preguntas, por favor hágalas.

Ese testimonio resulta valiosísimo. No imaginé jamás que había una compenetración tan profunda con Rómulo Gallegos, más allá de todo el afecto familiar que pudiera existir, pero hay algo que necesito preguntarle, aun cuando nos alejemos un poco de la imagen y de la figura de Rómulo, ¿Por qué Eduardo Gallegos Mancera comienza a ser comunista?

Con gusto responderé esa pregunta. Justamente estoy a punto de comenzar mis memorias, podría decir que ya las he comenzado, pero la falta de tiempo, así como la dedicación casi total a las actividades cotidianas del Partido Comunista, me impiden acelerar el ritmo. Solamente me doy, como concesión a mí mismo, ratos en el avión, en el automóvil y retomo la poesía. En mis memorias hablaré de mi evolución. Hijo de una familia acomodada. Mi padre fue industrial azucarero, comerciante primero y después industrial azucarero. Mi familia por la vía materna poseía tierras desde las haciendas Coche, Santo Domingo y Sosa, que arrancaban desde el Paseo Los Próceres, pasando por Los Jardines hasta La Rinconada, incluyendo Coche, incluyendo Conejo Blanco. Justamente allí comenzó mi evolución. Me regañaban mis familiares adultos porque yo me reunía mucho con los negritos de las haciendas. No era accidental, me sentía inclinado a convivir con ellos, a compenetrarme con ellos, con los peones de las haciendas. Algo de eso hay en mi poesía. Estaba contra toda injusticia. Era rebelde por naturaleza. Esa rebeldía innata, sin que tuviera contextura ideológica, me llevó en el Colegio La Salle a insurgir frente al mercantilismo que caracterizaba a la educación en ese tiempo. Allí, en La Salle, se rendía culto al dinero. Los hijos de gente acomodada tenían todas las garantías, los Hermanos de La Salle eran muy obsequiosos frente a ellos, desde el director hasta el último profesor. Y así una marcada diferenciación de clases, de clases dentro de la élite, quiero decir. Los más ricos, los Sosa Rodríguez, recuerdo, eran magníficamente atendidos, mientras había otros, como los hijos de profesionales o de comerciantes, pero no de la oligarquía, que eran subestimados. Yo empecé a insurgir frente a eso, y a pesar de toda la educación religiosa que obligatoriamente me impartían, no sentía fervor alguno y rechazaba, instintivamente, todo lo que significara falsedad, y falsedad para mí era eso del Misterio de la Santísima Trinidad, eso de un Dios que estaba pendiente de todas y cada una de nuestras acciones. Eso de un Dios que, a un asesino inveterado, a un criminal como alguno de los jerarcas de Juan Vicente Gómez, que, si se arrepentía a última hora, y por arrepentirse se entendía que se confesara, iba al cielo, mientras un hombre del pueblo que había vivido en concubinato, que era la forma natural de vivir de la inmensa mayoría del pueblo venezolano, ese sí sería enviado al infierno por no haber recurrido al sacramento de la confesión.

Yo rechazaba aquello con toda mi alma desde los diez o doce años. Nunca fui fervoroso y más tarde fui rebelde frente a tales dogmas. Podría relatar, y no es ese el caso, puesto que es una cosa tangencial, ante una última pregunta que me haces, una infinidad de manifestaciones de mi rebeldía. Lógicamente, se entroncó en mí esa natural rebeldía juvenil con la rebeldía antigomecista, porque mi padre fue a la cárcel de La Rotunda y al Castillo de Puerto Cabello durante los años de 1928, 1929 y 1930, por insurgir frente a Juan Vicente Gómez, y yo entonces, en 1928, con trece años de edad, hice mis primeras armas lanzando piedras contra la policía en El Parque Carabobo, en la Hacienda El Conde, porque en ese tiempo no estaban urbanizados, y en la barriada de San José. Así se fue conformando, más y más, mi propósito de ser oponente a cualquier gobierno que no fuera realmente del pueblo. Todavía yo no sabía que era o que debía ser un gobierno del pueblo, pero si sabía que los gobiernos que habían existido no eran del pueblo, sino que estaban contra el pueblo. Por supuesto, en ese proceso, con la convicción de que las compañías petroleras explotaban a nuestro país, y además que, Juan Vicente Gómez no era simplemente un tirano que había surgido de la nada por generación espontánea, sino que era producto de la alianza de la oligarquía terrateniente, de los latifundistas, con el imperialismo petrolero, lógicamente eso tenía que desembocar en lo que desembocó dentro de mí.

Para mi serenidad, para mi dicha, para mi satisfacción, a los setenta años de edad sigo encontrando eso que es el marxismo. El marxismo, diría yo, ha representado para mí, y lo he dicho muchas veces, una respuesta a todas mis interrogantes en lo personal, en lo político y en lo científico, para mi conducta privada y para mi conducta pública. Cada día me siento más satisfecho de haber abrazado una doctrina que responde a mis inquietudes, que me da la clave de todos los procesos que se han producido a lo largo de mi vida, y de los cuales he sido protagonista modesto, pero invariablemente protagonista. No he dejado ni un día de mi existencia, ni siquiera durante la tortura, de hacer labor política. En los momentos de tortura que relata Miguel Otero Silva en su libro “La Muerte de Honorio”, soy yo el protagonista, y en medio de esa tortura, estaba haciendo labor política, respondiendo a mis verdugos con la firmeza que le corresponde a un comunista. Tirado en el suelo, con argollas en los tobillos y atadas las manos con argollas italianas a la espalda, yo hacía prédica política, fijaba la actitud. Eso era el producto, no simplemente del valor personal, sino de una convicción plena que me acompaña hoy y me seguirá acompañando hasta la muerte.

Hace cincuenta años, exactamente, salió un reportaje en el Suplemento Cultural de Ultimas Noticias sobre los acontecimientos de 1935-1936, en los que participé como Presidente de la Federación de Estudiantes. El General López Contreras me mandó a llamar impresionado por lo que, al parecer, decían de mí los profesores de la Facultad de Medicina. López Contreras me aseguró que yo podía ser un gran científico, pero que debía dejar la lucha política. Le respondí que, si los profesores hablaban bien de mí, pudieron haberle dicho que consideraba que los males sociales no se podían curar con cucharaditas, y que mi destino estaba enteramente trazado. Me dijo entonces, con su voz gangosa «Yo he oído muchas cosas de jóvenes, pero pasan los años, se llega a la madurez, y se ve que son cosas simplemente de juventud». Le reiteré lo siguiente, «General, usted en este momento tiene cincuenta y ocho años y yo tengo veinte. Dentro de cuarenta años quizás usted no viva, pero si llegara a durar todo ese tiempo podría constatar que no soy de los hombres que varían, que doy de una vez y para siempre mi palabra, no a un hombre, sino a una ideología, y ya la he dado». Él consideró entonces, y tenía razón, de que era un caso perdido.

Y ahí termina el cuento amigo Yrady. ¿A usted, que es cuentista, le ha parecido bien?

Foto: Rafael Salvatore
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